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Por Francisca Allende Celle
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La obra de Sebastián Núñez se encuentra precedida por unos esclarecedores versos de Gioconda Belli: “Antiguo oficio humano / este de querer atrapar la luz”. Aquel poema de la poeta y novelista nicaragüense, titulado “Luciérnagas”, nos remite -inmediatamente- a la imagen del poeta como el sempiterno cazador de luciérnagas, el atrevido (o ingenuo) artista que se empeña afanosamente en la consecución de los resplandores de vida. La travesía de la pluma en búsqueda de los claroscuros de la existencia, de las luces y sombras que deambulan en la realidad en que vivimos.
Sin embargo, aquella empresa no es para nada fácil. Al menos, por lo que yo tengo entendido, los únicos seres vivos que son capaces de transformar la luz en vida son las plantas. Ellas, a través de la fotosíntesis, se nutren de la luz y convierten lo inorgánico en materia viva. En ese sentido, el autor de este poemario nos incita a reflexionar en torno a cómo poder atrapar esa luz, esa verdad, esa realidad, por medio de palabras orgánicas que nutran nuestros espíritus.
Es por esto que -desde un inicio- Núñez nos advierte que frente a todos los fenómenos deslumbrantes, “nuestras certezas son apenas ‘espejismos’ debatiéndose en la distancia inalcanzable”. Por esto, los poemas podrían llegar a comprenderse como las ilusiones de nuestras verdades que, aunque nunca fuesen capaces de trasmitir del todo aquella experiencia real e intrínseca a la que se refieren, son el mejor intento de fotosíntesis al que la pluma puede aspirar.
Los versos de este poemario, a través de un ritmo parsimonioso y reposado, parecieran emprender la búsqueda de la experiencia de una realidad demostrable y cuantificable a través de la palabra, “mediadora entre la intuición y el control racional de nuestro juicio frente al mundo”, más sin afirmar una verdad última, sino al contrario: “su potencia lírica se vuelca a la relación misteriosa y ancestral con el tiempo en tanto medida inexacta y flujo perdurable de la materia, la luz, la sombra, la belleza, la tierra y sus elementos”.
De inciertas ilusiones
Ni las quimeras del juicio, nos dice el autor, parecieran ser suficiente para desentrañar el misterio de la vida o para deambular -con cierto tino- por el intrincado laberinto de la existencia. Todo lo que realmente poseemos es una apabullante incertidumbre ante enigmas imposibles de descifrar.
Mediante el tono contemplativo de Núñez, es imposible no cuestionarse acerca de qué es lo que le queda por hacer al poeta o cuál es el sentido de la poesía. Ante estas interrogantes, recuerdo unos versos de la mencionada Belli: «Por eso aquí, esta tarde/ así quiero quedarme/ viendo desde lo alto mi rebaño de volcanes azules/ dejando que el paisaje se me crezca por dentro/ que el lago se me instale en los pulmones/ que las nubes se expandan en mi sangre/ que me nazcan volcanes en los ojos»[1].
Tal vez, es eso lo mejor que puede hacer el poeta: dejar que la vida se infiltre en su cuerpo inerte e irradie vida a su entumecido espíritu. Dejarse permear por las luces y sombras que conforman nuestras realidades. Buscar el influjo de la naturaleza como bálsamo para el cuerpo y la mente de quien desea conjurar la vida en un par de estrofas y vislumbrar -sin miedo- los oscuros abismos, donde no solo debe procurar habitar sino -también- hacerlos propios. En otras palabras, dejar que los latidos de la vida misma aticen la mortecina lumbre del siempre limitado genio del escritor.
Antiguo oficio humano
Este de querer atrapar la luz.
¿Te acordás de la última vez que creímos poder iluminar la noche?
El tiempo nos ha vaciado de fulgor.
Pero la oscuridad
Sigue poblada de luciérnagas.
(Gioconda Belli, Luciérnagas)
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Imposturas virtuales y el baile de máscaras de nuestros tiempos
En su poema “Apocalipsis cibernético”, Núñez se aventura a ahondar en qué es lo que ocurriría en el caso de que deviniese -efectivamente- el ocaso de la era digital, con el claro objeto de instaurar una crítica a la sociedad virtual imperante y a sus perniciosos vicios.
“Se romperá el hilo fantasmal de las redes / y alguien triplicará la W por última vez / para que el ciberespacio responda / con un estertor del teatro del absurdo” (…) El olvido caerá / sobre la decrépita memoria ram del vacío / y los campos / quedarán regados con polvo de simulacros” (Apocalipsis cibernético)
Con ironía y un dejo de mordacidad, el escritor nos exalta a tomar conciencia de la irrisoria ciber-realidad en la que nos vemos inmersos. Nos hemos dejado fascinar por los cuentos de hadas modernos que prometían convertirnos en niños de carne y hueso, protegernos del lobo feroz, conseguirnos un príncipe azul y obtener un final feliz; todo al mismo tiempo y de la manera más rápida posible.
Sin embargo, vivimos entre taquicardias laborales, ataques de pánico virtuales y vertiginosas corridillas contra las manecillas del reloj, todo lo cual deja poco o nada para algo más. Pareciera que nos hemos convertido en una especie de funambulistas de las tareas modernas, acróbatas incansables que intentan mantener el equilibrio sobre la cuerda floja de nuestros tiempos, una época que nos emborrona y esclaviza con cada “like” de nuestras redes sociales.
Al fin y al cabo, si hubiésemos atendido el presagio de los hermanos Grimm, habríamos comprendido que casi todas las “fábulas” infantiles son en realidad oscuros relatos de terror y, en ese sentido, ¿no es la virtualidad uno de los más siniestros cuentos para niños?
El tiempo cibernético ha invadido nuestros trabajos, nuestros hogares e, incluso, a nosotros mismos. Nuestras individualidades parecen haber sido difuminadas entre filtros, avatares y discursos efectistas, dejando a las sociedades inmersas en una enredada maraña que asfixia los territorios íntimos y personales.
“Los ídolos influenciadores comprenderán de golpe / su insignificancia / y nadie los reconocerá / en el fondo del abismo donde se arrojen, / porque ya no habrá festín de dopamina / ni artificio virtual alguno que oculte / la terrible herida del anonimato”. (Apocalipsis cibernético)
Espejismos y espejos
Los espejos parecieran, en ocasiones, revelar más de lo que quisiéramos. Por lo menos, es esto lo que apunta el autor en su poema “El sueño de los espejos”, donde señala: “Cuántos de nosotros frente a ellos / nos sospechamos impostores, / cuerpos que cargan a otro, / sombras dolientes / entre los capiteles del día derrumbado”.
A través del tiempo, los espejos han resultado objetos de interés para distintos escritores. Los autores a menudo suelen referirse a los espejos para introducir la distinción entre aquello que es real y lo que solo constituye un reflejo de la realidad. Después de todo, sabemos que -aunque el reflejo sea casi idéntico a su objeto- el solo hecho de que la percepción obedezca a un proceso en el que tiene participación la sesgada mente humana junto a nuestros limitados sentidos, resta objetividad y fiabilidad a aquello que es visto.
Por otra parte, hay varias plumas que han escrito sobre cómo los espejos pueden -en ocasiones- dejarnos vislumbrar aquello que no hemos tenido la sutileza de descubrir con anterioridad. En aquellos casos, se habla del espejo como una especie de oráculo mágico que volverá evidente lo que habíamos perdido de vista.
Tal vez este es el caso expuesto por Núñez, quien postula que los espejos -como la poesía- nos ofrecen una imagen más verdadera de la que -en muchas ocasiones- desearíamos percibir. Quizás, si nos asomáramos detenidamente ante aquellos reflejos, podríamos -incluso- vislumbrar lo que aguarda agazapado dentro de nosotros mismos: «El espejo refleja todos los objetos sin mancharse», sostenía Confucio. Mientras que, siguiendo el mismo sentido, Carlos Ruiz Zafón mencionaba que “los libros son espejos: solo ves en ellos lo que ya tienes dentro».
Así como existen algunos que condenan a dichos objetos por desvirtuar la realidad, hay quienes han maldecido al espejo por la crudeza con que devuelve las imágenes. En este sentido y siguiendo la lógica del poema de Núñez, podríamos argüir que nos volvemos asustadizos y pareciéramos disgustados ante aquellas expresiones más crudas de la realidad.
Aunque en nuestros tiempos nos encontramos deslumbrados por aquellas redes sociales que nos invitan a “mirarnos” sin mayores reparos ni pausas, seguimos prefiriendo fabricar imposturas y presentar delirantes espejismos de nosotros mismos, como rehuyendo de quiénes somos o de aquello en lo que nos hemos ido transformando.
En búsqueda de quimeras
Si bien, hay varios poemas dedicados a las entelequias y zozobras propias del poeta, encontramos otros en los que -con valentía y gran agudeza- el autor afirma que “si buscas la verdad renuncia a estas palabras / pero abraza en cambio su ilusión”. Núñez, con este tipo de sentencias, devela que quién desee sumergirse en la lírica debe, necesariamente, dejarse embargar por el influjo de la incertidumbre que está presente -inevitable e irremediablemente- en lo real.
Por esto mismo, encontramos versos embebidos de esperanza -aunque nunca ingenua- de la consecución de aquella ilusión orgánica: “y tal vez haya que poner a hervir palabras / en las redomas / como científicos enloquecidos / en busca de alquimias imposibles”, escribe en su poema “Quimeras”.
Con su poder de inventiva y consciente de la alquimia de sus palabras, Núñez se refiere al proceso creador al modo de un bucólico nigromante: “Quiero recobrar esa secreta alquimia / de permutar tormentas en días claros, / el reverso misterioso de las hojas / que nunca se revelan para el sol / y el hilo para salvar los retornos / en el laberinto que de nuevo permita elucubrar / el sueño de una noche sin fin”, sostiene en “Fatalidad”.
Salvajismo poético
En su poema “Los poetas salvajes”, el autor se refiere a los poetas como artistas condenados y heridos mortalmente “por palabras buscando la alquimia / de las redenciones, / una sola estrofa para decirlo todo”.
En otras palabras, Núñez vuelve a reiterar la ilusoria lucha del poeta por captar -mediante sus siempre limitados sentidos y exiguo intelecto- la sutileza del fulgor de la vida, el incandescente relámpago que rasga los cielos nocturnos, las sombras ingrávidas que acechan a los mortales.
“(…) recitando poemas / sobre los tejados / como oráculos febriles / del cielo nocturno”, acota el escritor en el mismo poema, prorrumpiendo en un clamor de resignada esperanza y haciendo referencia a aquellos ejercicios submarinistas donde pareciera que los sentidos se dejasen dominar por el ritmo del negro sobre blanco.
“Para nosotros y solo para nosotros / son las horas renunciando al tiempo, / la frágil esperanza de las miradas / bajo el neón candente de luciérnagas / en la noche ebria de conjuros”, continúa el autor, confirmando que son aquellos que se atreven a sumergirse “salvajemente” en la tarea poética, quiénes se esmeran en descifrar aquellos misterios impenetrables que yacen agazapados en los recovecos de la mente, los poetas que aguzan el oído a historias que llegan desde las más incognoscibles regiones, los que lograrán -parafraseando al autor- anudar las resonancias de arpas destrozadas.
¿Por qué leer “Espejismos”?
Hay que leer el poemario de Sebastián Núñez, porque sus imágenes son las reminiscencias mismas de la vida del artista, que nunca dimite en su arduo trabajo -contra el tiempo y con el tiempo- de retratar frescos incandescentes de la existencia humana en todos sus más variados matices. Con una prosa impecable, atiborrada de palabras exquisitamente seleccionadas, sus versos interpelan -irremediablemente- la percepción sensible de sus lectores y los lleva a cuestionarse sobre relevantes cuestiones de la existencia humana, como la búsqueda del sentido y la incansable aspiración del hallazgo de una verdad comprobable. Los distintos versos, cual oráculos de tiempos primigenios, remecen nuestras creencias, cuestionan nuestros hábitos y nos obligan a mirarnos -a regañadientes- ante uno de los más honestos espejos: la poesía.
Por otra parte, con sus poemas, Núñez nos devela que tal como las plantas nos enseñaban que el movimiento de la vida se encontraba profundamente entrelazado con el movimiento interno de su propio crecimiento, la poesía no debe afanarse en perseguir las esquivas luciérnagas que deambulan en la noche de los tiempos. Los poetas deben poseer la cautela de esperar por el instante en que la luz irrumpa desde las grietas de la oscuridad de este mundo. Al fin y al cabo, el ejercicio de la pluma declama saber respetar los tiempos de luz y, también, los de oscuridad.
[1] Belli, Gioconda. Poema “Huellas”.