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Sebastián Núñez Torres (Santiago de Chile, 1984)
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Los poetas salvajes
A Gabriela Paz Morales
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Somos una estirpe de condenados
en la víspera del juicio.
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Fuimos heridos mortalmente
por palabras buscando la alquimia
de las redenciones,
una sola estrofa para decirlo todo.
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Abatidos por secuencias de ritmo,
imágenes quebrando el orden,
alucinaciones métricas
por hablar en voz alta demasiado cerca de la verdad.
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En los bosques
aterrados por el aullido de los lobos,
sangrando pero determinados
a desechar cualquier frontera
porque en el reverso de los espejos
tan solo el silencio nos aguarda.
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No necesitamos condiciones de gloria,
las creamos estrofa por estrofa
en las páginas con que deliran los advenedizos,
los que piensan que un poema es el recuento
de su café por las mañanas o cualquier disparate
de bufones pretenciosos.
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Más que mirar al abismo
queremos vivir en él sangrar en él
como bestias olvidadas
que un día cualquiera regresan cubiertas
con el aura del coraje.
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Somos los poetas salvajes
que nunca encontraron a Cesárea
y que todavía vagan por los desiertos
con la persistencia de los órices
bajo el sol en un sueño de Namibia.
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Hemos conquistado los áridos continentes de barro
en el fondo seco de las corrientes,
entre los valles de la humanidad
siguiendo el presagio del mar
tras el bosque en las colinas.
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Escribimos haikus
bajo la lluvia tímida de abril,
danzamos en la música
de los vientos solares
recitando poemas
sobre los tejados
como oráculos febriles
del cielo nocturno.
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En las cimas terrenales
anudando resonancias de arpas destrozadas,
giros inesperados del viento
que afloja su lira de arreboles
para que escuchemos
los pasos furtivos del otoño.
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Colgados entre los capiteles
por haber proferido blasfemias
contra la santidad académica
luego de rasgar nuestras sotanas
de monjes enloquecidos.
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Para nosotros y solo para nosotros
son las horas renunciando al tiempo,
la frágil esperanza de las miradas
bajo el neón candente de luciérnagas
en la noche ebria de conjuros.
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Romance
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Bosque sigiloso de aromos
entre los flancos de la colina.
Hacia la fuente, tarde de amapolas,
en el silencio vigilante del invierno.
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Por el camino sinuoso,
rodeado de abedules, me conduje.
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En la fuente no había nenúfares
pero sí el techo derrumbado del cielo,
la paciencia infinita de lo ausente.
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Bajo el alambre seco de los espinos
se escabulleron las lagartijas.
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¿Qué quieres decirme, viento del oeste?
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Ahora, junto al borde arenoso de las ciudades,
la hierba crece.
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Me he refrescado en los meandros
oyendo a las hojas burlarse del cielo
porque nunca toca la tierra.
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Si un colibrí se posara en mis manos
no podría sostener la ausencia de su aleteo.
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Contraluz
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Antes del momento y luego exactamente,
antes pero después
se derrumbará entonces
antes, antes que hubiera un ayer,
ni siquiera la sospecha del presente.
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Antes del beso la boca
el sueño de ser antes para despertar.
Límites de iridio en adelante
humo barrido por ráfagas
antes que gritaras tu nombre
para reconocerte en la sombra.
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Antes que el sol reverberando
en la orilla de los mundos,
antes que el jadeo furioso del mar
antes incluso de que los hechos se acumularan.
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Antes que un vapor de electrones
rondara en los páramos del abismo,
antes que la telaraña el aire
mimoso que la suspende
sobre olvidados monumentos.
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Y antaño las vacías dimensiones
del fuego sin residencia para la ceniza.
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Antes de que algo se revelara
el ojo que lo contempló con recelo,
el hondo respirar de las latitudes
antes que el norte obtuso,
el puente entre el silencio
y lo que calla porque nada tiene que decir.
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Y mucho antes era tarde todavía…
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Revista Vórtice 