
Marco Martínez (Santiago, 1981)
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Un susurro crepuscular
El sol y su inclemencia indómita
golpea el asfalto craquelado
de la avenida Lo Espejo
y sus poblaciones colindantes.
Frente a frente
las ciudades chocan sus órbitas.
Los camiones de basura industrial
llegan a morir al acopio exhumado,
mientras en la autopista
danza la esquirla hostil
liberando el puñal de la astilla
en la esquina desmembrada
por bocanadas de acero criminal.
Tres perros de petróleo,
antes abrazando el orfanato,
abren el portal, siempre alertas
detectando almas hostiles,
para caminar hacia el
firme látigo de los metales.
Una tímida lámpara de aceite
refugia en secreto
a un taciturno peoneta,
buscando con torpeza
el correcto grabado de falso fieltro.
Los más antiguos extienden
un susurro crepuscular
hacia la cabina
ornamentada por el rosáceo desnudo
del afiche tiznado,
alzando un verbo macizo
de febril código
de minerales que se agolpan
para siempre
en los nudillos engrasados
en las uñas de los más viejos
un empuje de instantáneo renacer
cada vez que se abre el portón
aunque más tarde
la crueldad necesaria del juego de azar
no cambie este destino.
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La siempre repleta panadería
La siempre repleta panadería,
con sus clientes de cabellos plateados,
siempre fieles,
juntando monedas,
formando filas en las afueras,
impacientes en un umbral de aromas de masas dulces
y hallullas recién hechas,
atiborradas como rocas volcánicas
en canastillos de mimbre.
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En la baldosa tibia
siempre un perro-lobo espera,
maravillado por aromas que surgen
del olimpo culinario.
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En el mostrador generoso
se filetea el fiambre rosáceo
con rápida parsimonia,
mientras la anciana advierte
que es sólo 1/4,
para las visitas.
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A esta hora el té caliente,
humilde y proletario
sopla su vaho de reencuentro y descanso,
frente a la teleserie de turno.
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Desde lejos de este mundo,
los calmos sorbeteos
son eco de una tarde de abril.
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Astro
A través de un arrebol sublime,
cuando los rayos de primavera
en su esplendor lozano
arrullan con afecto el jardín,
un hombre de fiel roble retorna de su faena,
ya sin cansancio.
Porque en el germen de un nuevo trayecto,
la conciencia es plena y colmada de vida.
En un crepitar de voces y presencias perpetuas,
nos encontramos cara a cara
deambulando errantes, buscando respuestas.
Luego de haber abrazado piel y ojos.
Pero lo extraterrenal
contiene la parsimonia que las mustias almas efímeras exploran.
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La única materialidad:
es en el olimpo que buscamos,
donde yacen las almas de los héroes.
Cuenta la leyenda milenaria
que en Santiago existió un ángel,
que protegía a los niños del brutal frio matinal,
las largas esperas y filas en paradas grises de hojalata.
Ellos no conocían la hostilidad
del vaivén de la monstruosa máquina.
Las criaturas, por derecho sacrosanto,
nunca viajaban en transporte público,
bajo el amanecer glacial,
por desconocidos y lejanos parajes.
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Las alas del ángel en la garita desierta.
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